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Centinela.
Hasta hace algunos meses, en el Pasaje Santa Cruz, de Rosario el esqueleto de una vieja casa derruida albergaba decenas de gatos. La casa ya no está; algunos gatos aparecen de tanto en tanto como fantasmas demasiado reales.
Guillermo Paniaga
Esta casa, los gatos .. y la esquina del pasaje Santa Cruz son mis recuerdos .. como dice Guillermo, de tanto en tanto aparecen .. como en estos días.
Domingo en el pasaje Santa Cruz
Concepción Bertone
publicado diario La Capital, Rosario
01-02-2009
La lluvia aplacó el calor sofocante y el domingo amaneció luminoso y fresco como una invitación a caminar por el centro de la ciudad. La acepto y salgo de mi encierro de meses. Voy por calle Mendoza hacia el río y cuando cruzo Laprida siento que la vereda me lleva hacia un lugar cuya historia se ata con cabos de datos comprobables, pero también con tintes de leyenda, o quizá de ese misterio urbano necesario a mi imaginación.
Llevo sólo un cuaderno de notas, una lapicera y cigarrillos, en una pequeña bolsa de cartón. Nada que pueda alterar la paz de esta tarde rosarina ajena por unas horas a las noticias que conmueven al mundo. Me cruzo con personas con el mismo estado de ánimo que yo. A ellas se les refleja en la sonrisa cuando les pregunto si conocen el nombre de los árboles de la vereda. Nadie me puede responder. Nadie conoce el nombre de la placita seca que está en Mendoza y 1º de Mayo, ni siquiera el personal de la Municipalidad que baja de una camioneta a inspeccionarla. No salgo de mi asombro y me digo que hasta lo más obvio es algo desconocido para los vecinos, para los enamorados que se besan en una glorieta de la plaza, para los padres de los niños que juegan allí, para los que deberían conocer la ciudad que mantienen en orden.
Sigo hacia la Plaza Santa Cruz, que está a unos pasos. Hay una joven tomando sol en el borde de cemento que encajona la loma de césped. Más o menos, unos 50 metros de terreno de barranca donde sólo hay un banco, dos viejos palos borrachos y la fachada lateral de un edificio de departamentos —al que la plaza hace las veces de jardín. La calle Ayacucho impide que ese terreno se dé contra el paredón que rodea el pozo que dejó la demolición de la yerbatera, la misma que le dio su nombre al barrio. El cartel de la Municipalidad, aunque descascarado, cuenta que en ese lugar existía la mayor fuerza motriz de Rosario durante el siglo XIX. Que con el apoyo del presidente Domingo Faustino Sarmiento, el francés Julio Jeandel construyó en las inmediaciones de la casa quinta del mariscal Andrés Santa Cruz la primera fábrica de tejas vitrificadas, cuyas máquinas eran movidas por un motor a vapor de 15 H.P. Que sus altas chimeneas eran una referencia para los marinos cuando se acercaban a la ciudad. Luego se transfirió a otra firma que mantuvo su actividad hasta 1877, año en el que fue subastada, y tiempo después fue demolida.
La curiosidad me interroga cuando me pregunto: ¿qué o quién trajo al mariscal Santa Cruz a nuestra ciudad? Mi hermana es profesora de historia, pero no la tengo a mano para que me lo explique. Tampoco es lo que quiero saber en el momento en que camino hacia el pasaje, que también lleva el nombre del mariscal. Es una cuadra de calle adoquinada que sube o cae en la mirada sobrecogida por ese lugar que siempre me pareció mágico y escondido a los ojos de quien no sepa que existe. Me siento en un borde de la placita que linda con la calle estrecha, en esa brecha de respiración entre la historia de la ciudad y la mía. Mi madre nació y vivió en ese barrio cuando mi abuelo Miguel era obrero de la yerbatera. Busco una certidumbre de ese pasado allí, en el domingo fresco y silencioso, mientra fumo un cigarrillo y observo cómo ha cambiado el lugar sin mutarse en otro diferente.
Todo lo esencial de su carácter permanece intacto, no importa que haya aceptado la construcción horizontal. Su estado de intimidad se conserva en el frente enigmático de las viejas casas. En el túnel de sombra que hacen los jacarandaes sobre la calle. No hay autos. Las veredas angostas no permiten casi que dos personas caminen a la par, no hace lugar a lo ajeno. El ruido de Avenida Belgrano no traspasa los metros que lo separan de la calle San Juan.
Un hombre me pide una moneda y su apariencia de mendicante me recuerda a lo que escribe Henri Michaux sobre los mendigos hindúes, en Un bárbaro en Asia. La condición de mendigos, dice, no es un motivo de desprecio ni de autocompasión. Es la condición humana que les ha tocado y piden desde ese lugar, como si fuesen profesionales, doctorados en ese arte. Las monedas que tengo son para el colectivo. No puedo darle nada y él me mira como dándose por entendido y sigue su camino. No me pide un cigarrillo. No insiste. Percibo la comprensión que se vuelve mutua mientras se aleja y desaparece en la esquina. También percibo que algo del lugar se me escapa.
Me levanto de la butaca improvisada por el albur y camino cuesta arriba unos metros, me cruzo de vereda y también con una muchacha simpática que sale de un edificio. Le comento que estoy paseando por el pasaje porque me fascina ese lugar, y ella me dice: "lástima que ya no está la casa de los gatos".
Entonces veo el baldío enorme que choca contra la calle Mendoza. Está cerrado con un portón de carteles de publicidad y, supongo, a la espera de que los dueños lo conviertan en un lujoso edificio. Más allá, por encima del paredón, la urbanidad de los edificios desnuda lo privado a los ojos del que mira desde el lado opuesto al pozo que rodea esa pared. Me produce una especie de vértigo ver esos edificios abigarrados, como si uno se apoyara en el otro, en vilo, como a punto de caer todos juntos. Todo pende de un hilo, en el engaño que produce la vista cuando la quito del adoquín apacible.
Pero muy cerca de allí está el Monumento a la Bandera, el bullicio de la ciudad en ese ritual dominguero de las familias que van al parque a jugar con sus hijos, a compartir un mate debajo de los palos borrachos florecidos y de los eucaliptos añosos. Respiro el perfume almibarado de los carritos de pochoclo. Atravieso Avenida Belgrano con un muro de gente. Los autos están embotellados y hay una especie de caos feliz. Me enfrento con La Fluvial y eludo las mesas de los barcitos, me acerco a la baranda del río que tiene unos parapetos de un material que imita al vidrio para que las personas no se apoyen, o para evitar que se acerquen demasiado. Hay un barco muy grande, anclado en el canal. El río está tan bajo que en la orilla los barcos no se ven, salvo que una se asome con cuidado y mire con extrañeza ese fenómeno de un barco hundido con el río, y flotando. Me acuerdo de la lluvia de ayer que trajo el fresco. Me pregunto cuánta lluvia necesitará el Paraná...
Alguna vez lo vi tan crecido que los camalotes se entrelazaban y el río era una inmensa jangada verde. Desandé lo andado hasta la parada del colectivo, y volví a casa pensando que yo también desconocía el nombre de esa callecita frente a La Fluvial, por donde circula la gente: Pasaje 108, calle De los Inmigrantes. Y tanto más, no sé.
los aristogatos en paris .. y estos en rosagasario ! :) :)
ResponderEliminarlindo, lindo .. todas las ciudades tienen fantasmas
y vos tenes lo tuyos, miauuuuuu
Muy bueno Cecilia,
ResponderEliminarYa la imágen me trae la sensaciòn de la actividad que en otro tiempo encerraban esas paredes, me imagino bañada por una media luz amarillenta, tal vez de fuego, figuras que van y vienen, hacen, viven...
Luego de leer el texto va tomando forma la arcilla desde el amasijo hasta la imagen de una teja, a veces la veo plana, francesa, otras curva, criolla... muslera...
Pero son francesas... son esmaltadas.
La chimenea la veo parecida a la de los ingenios, naciendo a ras del suelo y alta perfecta de ladrillos a la vista.
Y los fantasmas aparecen con bombachas y alpargatas.
Torsos y brazos cobre, desnudos, brillosos por el sudor... manos nudosas, pies anchos, cabellos cubiertos con pañuelos empolvados, embarrados...
Fajas y facones a la cintura...
Afuera sonido de cascos, adoquín y mucha luz, el río brilla, hay alegria... no falta el acordeón y el sapucai... Y el francés que no entiende, no entiende...
Ya ni los gatos quedaron !!!
Sí mendigos !!!
Un beso,
Alfredo
aristogatos ? jeejj seguro que en rosario no !
ResponderEliminarlos de acá son .. como más argentos, viste ?
también los fantasmas !!!
gracias mabel, beso.
Qué decirte Alfredo, esa descripción del lugar.. en aquellos tiempos .. personajes.. no, personas !
ResponderEliminarLo hacés tan real, como los mendigos .. y los fantasmas ( yo los ví)
Gracias, muchas gracias .. no importa si no podés dejar los coments acá, yo los pego, pero no me prives de ellos !!!
Un beso.
Suele suceder con frecuencia que los fantasmas se manifiesten en el lugar donde vivieron... También los gatos, claro que si!
ResponderEliminarMuy interesante relato!
Un abrazo!
Me consta Luz, los fantasmas se manifiestan en el lugar donde vivieron, donde amaron ... o sufrieron ..
ResponderEliminarGracias por compartir esta historia de mi ciudad !
Un abrazo grande.
Un bonito relato Cecilia , vamos que por un momento he creido que era yo quien estaba caminando por las calles... he sentido el olor que se respira en el aire tras caer la lluvia. Por cierto creeis en los fantasmas? Un abrazo querida amiga.
ResponderEliminarClaro que creo Julia .. si ellos creen en mí !!
ResponderEliminarjeje ..
es algo muy subjetivo, no puedo asegurar ni negar nada.
Un beso amiga, gracias !!!
cuanto misterios cuantos,secretos,al ver la casa por detro ,por fuera,me inspira hacia el pasado. me imagino ñiños correteando por el jardin trasero,los adultos reunidos en su interior,charlando de politica de aquellos años...los felinos al ingresar,me brindaron su bievenida con sus mimos tradicionales,acarisiandome con sus pelajes atersiopelados,y como sentinelas del pasado me guiaban el camino a recorrer......me senti como en casa....
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